Ahí está, gallardo, perfecto señor, rey de mis palacios. Se queda parado delante del espejo mientras
se mira sin verse, perdido en algún lugar. Toma una calada y disfruta
devolviéndole el humo a su reflejo, que está ya tan colocado como él y no
responde a sus pueriles provocaciones.
Las sombras empiezan a difuminar el color de todo lo que
toca y, en armonía, el ruido se va apaciguando. La alfombra negra del
dormitorio le abraza los pies desnudos como invitándolo a quedarse y concederse
un momento. Sólo a él.
Su cuerpo es bestial y se mira. Mira cómo sus manos toman la decisión
de moverse y empiezan a desabrocharse la camisa. Casi etéreo, aparece, sacando
pecho. El embrujo del negro le sienta bien...
Se mira en el espejo mientras mis manos le bajan la
cremallera del pantalón y siente la irresistible necesidad de apretar y
contraer los muslos, porque el universo entero se concentra ahora en ese punto,
en una sensación tan intensa que se hermana con el dolor. Se pone de perfil
para observar cómo mis manos le bajan los pantalones, muy despacio...y sin
dejar jamás de mirarse. Mientras lo hace y al lento ritmo de un ceremonial, sus
piernas se abren levemente y su cuerpo se inclina, mientras el observa el
efecto de su imagen. Su cuerpo pálido destaca ahora con nitidez del oscuro
fondo, por eso al ritmo de las sombras aún distingue su imagen en el espejo.
Detrás de él está la cama. La rodea hasta llegar a la
mesilla de noche, pongo música .El primer sonido ya es una invitación, toda una
provocación, y él quiere abandonarse, cederse, perderse, agotarse... La luz
roja de la lámpara de noche lo oscurece todo, lo diluye en una sensación de
irrealidad que lo empuja con impaciencia hasta la cama.