Que compleja
entidad te puede dar conocerse. Jamás me he acercado al borde de la realidad
tranquila que configura mi entendimiento.
No he conocido el dolor por el túnel profundo
que en la piel y la carne provoca el cuchillo ni sé cómo quema el hueco que la
bala deja.
No he asistido al acto animal en el que un ser
aniquila a otro. Por supuesto, ese otro nunca he sido yo. Tampoco el de agresora
ha sido mi papel jamás.
Nunca he
padecido infortunio de violencia salvaje sobre mí. Ninguna parte de mi cuerpo
ha sido rota ni dañada por golpes brutales y reiterados. No sé lo que es la
locura del dolor ininterrumpido.
Soy mujer
feliz que ve y lee lejanas noticias de dolientes humanos, tan distantes, que
parecen sacados de una película con final triste.
Soy la que
un día, al amanecer, vio ante sí el cuerpo tendido de un hombre sobre la acera.
Nadie transitaba. El día iniciaba su luz. Soy la que se apartó del bulto
arrugado e inmóvil, en postura confusa y extremada en sus giros, como si sus
articulaciones estuviesen dislocadas provocando dobleces inverosímiles en brazos
y piernas.
Soy la que
pensó en su prisa y su tiempo, en su cómoda rutina, en su segura distancia y
lejanía. Soy la que, huyendo, se dijo que aquel encuentro debería de ocurrirle,
un poco más tarde, a otra.
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